Por Virginia Latorre, directora ejecutiva de Fundación Emma.
El día de la madre siempre es una oportunidad para reflexionar sobre el trato que está recibiendo la maternidad en nuestra sociedad. En este sentido llaman la atención afirmaciones que surgen recurrentemente y que hacen referencia a que las mujeres deberían planificar mejor sus embarazos, postergarlos, disminuir el número de hijos o simplemente no tenerlos. Esto, pensando en la relación de causalidad que se ha establecido entre la pobreza y la presencia de hijos en los sectores más vulnerables. Detrás de estas afirmaciones, más que un análisis desapasionado de una realidad compleja, predomina la estereotipación que tanto nos está costando superar en Chile.
Ayudaría mucho primero desmitificar algunas ideas preconcebidas como, por ejemplo, que las mujeres de escasos recursos tienen muchos hijos, cuando lo cierto es que el promedio de hijos por mujer de estos grupos es de 2 (Casen 2017). A esto habría que agregar que miles de mujeres con niños en edad preescolar no eran pobres al momento de concebir a sus hijos, sino que han caído en la pobreza por el hecho de ser madres, constatando de esta manera que el empobrecimiento por razón de maternidad es una de las problemáticas sociales más graves que afectan a nuestro país.
Entre los factores que influyen en este fenómeno podemos destacar, primero, la normalización social del ausentismo paterno en sus distintas formas que se manifiesta, por ejemplo, en que casi un tercio de los hogares en Chile sean monoparentales femeninos, siendo su incidencia en pobreza una de las más altas (Casen 2020). Asimismo, el mercado laboral se comporta como un factor de riesgo en vez de protector, aumentando la vulnerabilidad de las mujeres que participan en él cuando son madres. La conciliación de la maternidad y la escasa flexibilidad en el trabajo hacen que estos sean difícilmente compatibles, debiendo la mujer optar por trabajos precarios e informales. En esta etapa sus ingresos se contraen un 30% y el tránsito hacia la informalidad laboral aumenta (Berniell, 2019).
Por último, cabe mencionar el deficitario sistema de apoyo al cuidado, en especial en materia de salas cuna y jardines infantiles. Su escasez, con sólo un 32% de cobertura (OCDE 2018), dificulta que la madre sin suficientes redes de apoyo se pueda mantener o insertar laboralmente. Así, la guardería sin certificación está siendo una opción tanto o más insegura que la informalidad laboral.
Podríamos convenir, entonces, que para la superación de la pobreza y la extrema vulnerabilidad que afecta a las madres y, por ende, a los niños y niñas, debemos ser más rigurosos y humanos a la hora de mirar los números y muy respetuosos de las experiencias de las personas que están siendo impactadas por esta realidad. No debiera ser la maternidad causa de empobrecimiento de mujeres y sus hijos, así como ninguna madre debiera ser castigada socialmente por el hecho de serlo siendo pobre. La discriminación de la que es víctima impacta en la vida de un niño, por ende, en la vida de todos y todas. No podemos seguir escuchando frases tan indignas e indignantes como “para qué tuvo un hijo entonces”.
La focalización de esfuerzos legislativos, políticos y económicos para una real corresponsabilidad social y parental que contribuya a apoyar a los grupos de madres con más incidencia en pobreza no están en la agenda. La única agenda que está copada es la de ellas, debiendo sostener fuertes condiciones de estrés. La maternidad y, en especial la maternidad en situación de vulnerabilidad, no puede seguir siendo un punto ciego en nuestras políticas públicas y sociales. De esto depende la superación de las brechas más profundas de desigualdad de género y de desarrollo infantil. El giro en este sentido es el más certero, no sólo en razón de mejorar indicadores, sino como un signo de humanidad por parte de una comunidad que cuida y protege cuando debe hacerlo.